“¡Una
mina! Empezaron a crepitar las ametralladoras y sonaron los estampidos de las
bombas de mano, mezclados al detonar cercano de los morteros. Salieron todos
apresuradamente, corriendo por la trinchera fantásticamente iluminada por las
explosiones. El ataque se desencadenó con una violencia inaudita. Como siempre,
el enemigo cubrió el sector de trinchera volado por la carga de dinamita con
una cortina de morterazos. Las ametralladoras enemigas convergían los fuegos
sobre aquel sitio desguarnecido, porque los defensores estaban heridos o habían
quedado bajo tierra. Dispararon las pistolas de señales y, a la luz lenta de
las bengalas, se iluminó el combate. Los rojos avanzaban. Guansito, en medio de
aquel infierno, saltó como un demonio. Tras él, Ulceta y sus legionarios. Se
encontraron con el enemigo sobre la tierra recién removida, y allí lucharon
como fieras, a machetazos, a mordiscos. Los fusiles, empuñados como mazas, se
astillaban en los cráneos y los huesos triturados crujían. El ataque fue
decreciendo hasta extinguirse como una llamita que atizó la ferocidad… Los
legionarios aullaban a coro, de pie sobre los parapetos: ¡Otro toro…! ¡Otro
toro…! ¡Otro toro…!” (“Legión 1936”).
La Legión siempre ha sido LA LEGIÓN, la unidad de choque por
antonomasia, pensada para maniobrar, saltar y asaltar; para matar o morir
(preferiblemente matando). Con esa costumbre tan del Tercio de celebrar los
ataques del enemigo reclamando “otro
toro, otro toro…” después de cada embestida. En “Se Ha Tomado el Kilómetro 6”, Benítez de Castro lo explica
magníficamente: “Un sordo rumor se
despierta en toda la línea. Es una canción. Es un eco sordo, monótono, grave:
¡Viva el follón, viva el follón! ¡Viva el follón bien organizao!” Es el canto
de las Banderas”.
La denominada “GUERRA DE MINAS”
desarrollada dentro de nuestra Guerra Civil fue uno de los episodios que más
resonancia (aunque no relieve estratégico) tuvo en operaciones tan dispares
como el asedio al Alcázar de Toledo o los combates acaecidos en la Ciudad
Universitaria. Una forma de guerra brutal, con un gran efecto psicológico, las
minas y las contraminas requerían de hombres templados y con nervios de acero,
trabajando a decenas de metros de profundidad y con las amenazas de derrumbe o
de localización (y consecuente voladura) por el enemigo… Pero esta labor de
zapa no era novedosa, sino que se hallaba sumamente enraizada en la tradición
bélica hispana. Cervantes, en su “Discurso
de las Armas y las Letras” (“El
Quijote”, XXXVIII), ya se refiere a ella en estos términos: “¿Qué de su soldado que hallándose en alguna
fuerza, y estando de posta o guarda en algún revellín o caballero, siente que
los enemigos están minando hacia la parte donde él está, y no puede apartarse
de allí por ningún caso ni huir el peligro que de tan cerca le amenaza? Sólo lo
que puede hacer es dar noticia a su capitán de lo que pasa, para que lo remedie
con alguna contramina, y él estarse quedo, temiendo y esperando cuándo
improvisadamente ha de subir a las nubes sin alas y bajar al profundo sin su
voluntad”. Si es que, como bien describe Pérez-Reverte en su novela de la
saga Alatriste titulada “El Sol de Breda”:
“Y todo es zapa y contrazapa, mina y
contramina, trinchera y contratrinchera, de modo que nuestras fatigas se
asemejan más a las de los topos que a las de los soldados (…) Todo era cuestión
de trabajo y rapidez. De quien cavara más deprisa y llegase antes a encender
sus mechas bajo los pies de los zapadores enemigos. Era un bellaco modo de
reñir bajo tierra, a oscuras, en pasajes tan angostos…”. Y es que, como se
señala el Historial de Ingenieros “Abriendo
Camino” (Tomo II): “La guerra de
minas propiamente dicha quedó limitada al frente de Madrid y, con menor
importancia, al de Oviedo”, por ser aquí donde las minas y contraminas se
emplearon de forma exhaustiva y organizada, en combate continuado con sus
propias reglas, implicando unidades especializadas pertenecientes a ambos
bandos, más allá de meras voladuras puntuales.
En concreto, por lo que se refiere a la batalla –prácticamente frente- de la Ciudad Universitaria, el
complejo del Hospital Clínico fue el que sufrió más voladuras durante la
guerra: Se calcula en 202 el número de minas y contraminas voladas por ambos
contendientes en la Ciudad Universitaria, Parque del Oeste y barrios de Moncloa
y Argüelles (la mayoría, minas ofensivas de los republicanos contra las
posiciones nacionales). Sin duda alguna, la zona más minada fue la del Parque
del Oeste, con 51 minas y contraminas, seguida por el Clínico (con 47), el
Palacete de la Moncloa (con 29), Agrónomos (con 25), el asilo de Santa Cristina
(17) y el Instituto de Higiene (con 12), edificaciones estas tres últimas que
quedaron pulverizadas por sus detonaciones.
Y para luchar en este tipo de confrontación, al igual que ocurría en
Vietnam con los célebres “Ratas de Túnel”
de Cu-Chi, se necesitaban hombres de una pasta especial, con un temple añadido
para combatir con frialdad y nervios de acero en esta guerra oscura, incierta,
claustrofóbica, exasperante… No en vano, de las tres Laureadas Individuales
concedidas a los defensores de la Universitaria, dos lo fueron a minadores.
Todo consistía en rebosar paciencia y esperar escuchando, escuchando,
escuchando…:
“Puntilla sacó de un cajón se
geófono y les indicó que escuchasen. Aplicaron el aparato al suelo y pudieron
oír, casi con nitidez, el chocar de los picos sobre la tierra, el ruido de las
vagonetas retirando los escombros, el roce de las palas… La guerra,
inmovilizada a la salida del sol, seguía allá abajo, en las tinieblas, a diez
metros de profundidad, en las oscuras entrañas vírgenes de la tierra. Era una
guerra cruenta y acechante, una guerra oscura y horrible” (Pedro García
Suárez: “Legión 1936”).
Después venía un trabajo manual agotador –cavar y picar, entibar y
fortalecer las galerías, horadar la tierra y extraerla-, siempre buscando los
bajos del enemigo para hacerle volar por los aires, inutilizando el túnel que a
imagen y semejanza ellos también cavaban para despedazarlos: “La defensa contra las minas adversarias en
guerra de contraminas consistía en una red de galerías que arrancaban pozos
emboquillados situados en trincheras y con una profundidad entre 8 y 15 metros.
La sección de las galerías era la precisa para permitir el trabajo de un hombre
con pica de minero y de ancho suficiente para desplazar una carretilla con el
detritus de la excavación, que se elevaba mediante un torno corriente a mano,
que también era utilizado para acceso del personal. En cada sector, un equipo
de vigilancia provisto de geóponos bajaba todos los días a la galería para
comunicar las observaciones y realizar las marcaciones. Una vez comprobado que
el equipo enemigo estaba próximo se preparaba la contramina, que solía ser una
carga de unos 500 Kg. de dinamita para romper la adhesión al suelo, enterrar al
enemigo y anular su galería de ataque. Para realizar esto que, así contado,
parece una sencilla operación, hace falta una gran dosis de sangre fría, al
permanecer a la escucha del avance enemigo, con la duda de si éste ha escuchado
también el nuestro” (“Abriendo Camino”).
Tras la franca superioridad republicana del año 37, el año más duro
para los nacionales (sobre todo el mes de Marzo, en el que el Ejército Popular
todavía esperaba poder echar a los atacantes de la Universitaria), que
aguantaron su primera mitad sin posibilidad de contrazapa (hasta Julio, mes en
el que consiguieron hacer su primera contramina y en Agosto su primera mina,
contra Odontología[1]),
1938 se convirtió en el año de la guerra de minas (en sentido estricto) por
excelencia en la Ciudad Universitaria, no tanto por su mayor número de
voladuras, sino porque esta lucha se convierte ya en un fin en sí misma,
perdiendo relación con la guerra que se desarrollaba en la superficie y con un
resultado más pírrico que efectivo, salvo por su notable carga psicológica. Un
año después, los republicanos todavía llevarían la delantera en la actividad
minera (de hecho, un día antes de la entrada en Madrid, los nacionales se
vieron obligados a desactivar varias minas preparadas para estallar). No
obstante, durante ese 1.938, las contraminas superan a las propias minas. Los
nacionales habían aprendido a defenderse, lo que obliga al enemigo a
desarrollar galerías contra-mina, distrayendo recursos –tanto materiales como humanos-
de las minas ofensivas… La lucha bajo el suelo se convierte en un mortal juego
del gato y el ratón, con escaso valor táctico.
El encontrarse en dos galerías daba lugar a escenas dantescas en el
interior de la tierra, como el episodio vivido por uno de los Laureados,
Serafín de la Concha Ballesteros, Ingeniero de Minas y Teniente Provisional,
narrado del siguiente modo para la revista “Ejército” (bajo el título “Una
Laureada en la Solapa”): “(…) Era el año
38. Llevábamos dos años aguantando la cruenta guerra de la Universitaria
parapetados en el Clínico. Cada día había una sorpresa, las minas hacían volar
el edificio por todos lados. Aquello parecía no acabarse nunca, hasta que
recibí la orden de volar el colector y acabar con ello. (…) Y a diecinueve
metros de profundidad comenzó la construcción de una galería transversal que
buscaba dramáticamente el colector rojo por el que llegaban al Clínico. Meses y
meses trabajando como topos hasta conseguir construir 90 metros de galería.
Jamás olvidaré cuando llegamos al alcantarillado central en posesión de los
rojos. Se terminaron las minas, pero comenzó un cruento combate a 18 metros de
profundidad que se prolongó durante semanas. Cada vez que recuerdo esto paso un
mal rato… Ya que sólo yo puedo contarlo y no puedo compartirlo con el hombre
que vivió conmigo aquellos momentos, el sargento don Miguel Zamorano, de 23
años, también distinguido con la Laureada… Era el 21 de Octubre de 1938. En
las primeras horas de la mañana descendimos a la galería dispuestos a volar
todo aquello. Sabíamos que al fondo del colector los rojos estaban almacenando
una gran cantidad de dinamita para volar de una vez todo el Clínico. Mi
propósito era anticiparme y llegar hasta allí y pegarle fuego. Para ello tenía
que atravesar toda la galería a cuerpo limpio. Ordené a Zamorano que me
cubriese la espalda. Arrastrándome por el suelo me dirigí al fondo. Al llegar a
donde estaban los explosivos escuché y vi cómo estaban amontonando más
dinamita. Sin perder tiempo, coloqué la mecha y la prendí fuego, regresando
inmediatamente al exterior en compañía del sargento. Minutos después volaba de
una vez todo el reducto rojo que durante años había atacado con saña el
Clínico. Al día siguiente, en un reconocimiento de la galería, el sargento Zamorano
moría por emanaciones de bióxido de carbono, concediéndosele a título póstumo
la misma distinción que a mí”.
Pero centrémonos
en la historia que motiva este artículo: El 28 de Octubre de 1937, a las 10 de
la mañana, una mina estallaba bajo el hospital conocido como “El Clínico”, ubicado en la madrileña
Ciudad Universitaria. “Una mina
horrorosa… Un herido leve llega gritando: “A la izquierda del Clínico”. Corro
saltando entre los cascotes y derrumbes y mucho humo. ¡El quirófano hundido!
Quedan bastantes enterrados. Ayudo a desenterrar. Imposible acertar entre
hierros retorcidos, pilones de escombros y bajo una granizada de bombas… Todos
los centinelas y el sargento que recorría los puestos, sepultados: ¿Vivos
todavía? Una pared se desploma y entierra a dos ingenieros que ayudaban al
desescombro. Bajo incesante fuego, al cabo de una hora, se logra localizarlos y
extraer alguno. Les doy la absolución a todos. ¡Han muerto en su puesto, sin
moverse! Están con nosotros el coronel, el teniente coronel y el comandante. Al
fin se tiene que dar por inútil el trabajo de rescate, máxime por haber
oscurecido pronto. Rezamos por los muertos. Orden de explotar nuestra mina en
aquel mismo sitio para poder poner la guardia en regla por esta noche. Uno de
los enterrados tiene aquí un hermano menor. Hago lo imposible para apartarle y
que no se entere de lo que se va a hacer. Mientras estamos en el botiquín
explota nuestra mina y se lanza como un loco por lo que haya sido de su
hermano. Lo calmo, le consigo permiso para que consuele a sus padres… 2 de
Noviembre: Se reúnen más de 100 legionarios para el acto de bendecir la
sepultura, es decir, el embudo de la mina donde quedaron enterrados los del día
28. Se coloca la lápida. Oración por ellos y vivas legionarios” (Entrada
del Diario del Padre José Caballero. Fernando Calvo González-Regueral: “La Guerra Civil en la Ciudad Universitaria”,
página 145).
Ésta es la inscripción de la estela funeraria levantada por el Tercio
en el mismo lugar donde quedaron sepultados por la mina (lamentablemente, dicha
lápida se encuentra actualmente en paradero desconocido):
Aquí
quedan sepultados unos valientes legionarios:
SARGENTO
FRANCISCO FERNÁNDEZ MARTÍNEZ.
CABO
JUAN MARZO OTERO.
CABO
FLORENTINO GARCÍA PRADA.
CABO
MAGÍN RODRÍGUEZ GARCÍA.
LEGIONARIO
RAMÓN REY REY.
LEGIONARIO
BARTOLOMÉ FLÓREZ GUERRERO.
LEGIONARIO
ROBERTO OBRADOR BURGUETE.
LEGIONARIO
LONGINOS ABADAS SERRADA.
LEGIONARIO
LUCIANO IGLESIAS GONZÁLEZ.
LEGIONARIO
PEDRO REQUENA GONZÁLEZ.
LEGIONARIO
JOSÉ RODRÍGUEZ LUCAS.
LEGIONARIO
MANUEL RODRÍGUEZ ROCHA.
La 39
Cía. de la X Bandera os recuerda y os admira.
28-10-1937
VIVA
LA LEGIÓN
VIVA
ESPAÑA
[1] Hasta el mes de Septiembre de 1937
no se crea la primera unidad de minadores del Ejército Nacional en el frente de
Madrid, pues hasta esa fecha son solamente pelotones de zapadores
pertenecientes a las compañías de Ingenieros las encargadas de dicha labor
(como la 4ª y la 7ª Compañías del Batallón de Zapadores número 7), labor
puntual y aislada con el objetivo de frenar la acción subterránea del enemigo
(y fortificar posiciones), más que pasar a una tarea ofensiva. A partir de ese
mes de Septiembre, la 7ª del 7º pasará a convertirse en una unidad de
minadores, descargándosele otros cometidos y convirtiéndola en la unidad señera
de la contramina nacional. Pero hasta el año siguiente, cuando acabe de
completarse el Grupo de Minadores del Teniente Coronel Juan Petrirena
Aurrecoechea (grupo independiente afecto al I Cuerpo de Ejército, con tres
Compañías para cubrir todo el frente de Madrid –una en Carabanchel, para cubrir
el sector de la carretera de Extremadura, otra en la Universitaria y la última
en Boadilla, cubriendo la carretera de La Coruña) no se considerará plenamente
operativa a la unidad. El Grupo se incrementaría, aparte de con los efectivos
de la 7ª, con contingentes de la 8ª de Oviedo –cuando dejó de ser necesaria en
este frente- y la 6ª de San Sebastián. La Agrupación, que acabó la guerra con
81 bajos, 62 de ellos muertos, fue premiada con la Medalla Militar Colectiva.
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