lunes, 4 de febrero de 2013

"El Arte de la Guerra" por José María Sánchez Galera



Tras las victorias de la guerrilla comunista en China (Mao Zedong) y en Vietnam (Ho Chi Minh) en el siglo XX, cada vez más estratos de la cultura occidental han ido leyendo e interpretando lo que, de modo genérico, se llama “sabiduría oriental”. Los códices de Confucio, Sun-Zi, Lao-Zi, Mencio, Sun-Bin, junto con otras obras de Extremo Oriente se traducen y desgranan en lenguas europeas con un fervor notable. Hasta 1963, cuando los americanos sienten curiosidad por las tácticas militares de los invencibles asiáticos recién citados, los estudios de sinólogos apenas pasaban de ser “cuentos chinos”. En este año Samuel B. Griffith, general del Cuerpo de Marines, publica en Oxford una traducción de “El arte de la guerra” de Sun-Zi. A partir de entonces, la hermenéutica de este y otros textos chinos ha ido adquiriendo cada vez mayor ascendiente en Europa y América. En este aspecto, uno de los autores más notables —por haber trascendido de la táctica militar para aplicarla a la empresa, la comunicación pública, la “autogestión” vital— es Thomas Cleary, profesor de Harvard y autor de publicaciones como “The Human Element” o “The Essential Tao”.

El enfoque que aportan los textos chinos obtiene, de manera nítida, una claridad meridiana a la hora de hablar de qué es la guerra. El arte o ciencia de la guerra y la estrategia incluyen una serie de premisas, consideraciones, pautas que necesitan una visión desligada de otros aspectos de la vida. Pues, en “Vom Kriege”, Karl von Clausewitz (1780-1831) ya sostiene que «la guerra es un duelo en una escala más amplia». Por su parte, el tratado atribuido por tradición a Sun-Zi empieza advirtiendo cómo la guerra puede traer la muerte a un país, de ahí la suma prudencia a la hora de orientar una política que pueda o no evitarla. Ambos pensadores coinciden en un aspecto esencial que, después del siglo XX, parece olvidarse; la confrontación militar entre Estados es un medio serio para lograr un fin serio, en palabras del general prusiano. Aunque tales aseveraciones puedan resultar simples, de Pero Grullo, no está de más ponerlas en primer lugar, dado que constituyen, grosso modo al menos, la base de todo lo tocante a la guerra. Porque, además, evitará caer en moralismos o contagios de ideología a la hora de asumir la guerra como puro acto de la política y la vida de una re pública. De este modo, si Sun-Zi, siguiendo la actitud taoísta, desaconseja la crueldad, el mal gobierno, la penuria en el país a causa del sostenimiento de la contienda, lo argumenta desde una perspectiva militar. Razona el maestro chino que un enemigo ultrajado guarda rencilla y, al menos en potencia, seguirá amenazando la seguridad del Estado. Un pueblo sumido en la carestía pedirá el fin de la guerra, aun a pesar de la propia derrota; desmoralizará el ánimo de su ejército.

En otras palabras, quienes dirigen el gobierno y la guerra deben tener claridad de visión, no estratificarán sin inteligencia las prioridades. Porque la guerra no ha de quedar determinada por ideologías (pacifismo, militarismo, nacionalismo), sino que se entenderá como instrumento político para casos graves que atañen al Estado. Por este motivo, desestimar o anhelar una acción militar por hechos secundarios y ajenos a qué abre la tesitura de la guerra, no ya suele pasar como decisión poco afortunada, sino que, antes de nada, vacía de contenido la misma existencia de la re pública. Una guerra que, al principio, se torne impopular permite, en algunos casos, un próximo descalabro electoral; en ciertas ocasiones, una tensión interna notable. Pero, si tal guerra sabe el Gobierno que conviene al país, será irresponsable al no se embarcarse en ella con determinación. Asimismo, la ruptura de hostilidades, en tanto que actuación política, conjuga justicia y conveniencia. Se trata de la “ultima ratio”, del «estos son mis poderes» que dijo el Cardenal Cisneros al señalar sus cañones. Decía Fénelon (1651-1715) que se ha de ir preparado a declarar la guerra, a fin de no verse obligado a aceptarla. Sin embargo, su rey Luis XIV (1661-1715) exageró este principio, al generar unos gastos desorbitados (2.600 millones de francos, frente a unos ingresos nacionales de Francia de 117 millones). Por ese motivo, como anotaba Sun-Zi, Fénelon observó que «el cultivo de la tierra se olvida, el campo y la ciudad quedan vacíos; los artesanos sufren una existencia miserable; todo el comercio se destruye, las sublevaciones se encienden por doquier».

Conviene aclarar que política no se debe confundir con electoralismo o interés de un partido político, ni mucho menos de una ideología. Expliquémoslo con un ejemplo. En la primavera de 2003 los Estados Unidos de América y el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, sin declaración formal de guerra —detalle que se reviste de matiz diplomático considerable—, invaden Iraq. Esta acción militar, de proporciones nada desdeñables, constituirá en estas líneas un ejemplo recurrente, por todos los aspectos que encierra, para el tema aquí expuesto. La guerra empieza el 20 de marzo, cuatro días después de que se reúnan en las Islas Azores el Presidente de EE.UU. (George W. Bush), el Primer Ministro británico (Anthony Blair) y el Presidente del Gobierno de España (José María Aznar), junto con el Presidente del Gobierno portugués (Durão Barroso). La guerra, a única iniciativa de Bush, llevaba meses en preparación; la diplomacia de sus dos aliados europeos le ha bastado para plantearla ante todas las naciones como justificada por países responsables y democráticos. Pues el mensaje de ultimátum de las Azores recibe en poco tiempo el visto bueno de diferentes gobiernos; Japón, Australia, Bulgaria, Italia, Dinamarca, y así hasta completar el número de las 65 democracias más creíbles del planeta. Los Estados, con relevancia internacional, que se oponen a la guerra son Rusia, China, Francia y Alemania. Respecto a la legitimidad o “ilegalidad” de la contienda llevan discutiendo largo y tendido, sólo que tal matiz no les preocupa más que en la apariencia diplomática; los objetivos de cada cual son razones de Estado que, por tales, no pueden declararse en público de modo explícito.

La foto de las Azores: por cierto, eran cuatro, no tres. Uno es el Presidente de la Comisión Europea hoy en día

En política, tal como se entiende en estas líneas, se trazan dos grandes grupos en referencia a Iraq, y dentro de cada cual los intereses concretos varían. De entre los países abiertos a la guerra, descuella EE.UU., el único que realmente anhela invadir Iraq. Desde Washington un miembro del Gobierno llega a declarar que la ONU misma ya constituye un problema. El Gobierno español subraya en su puesto del Consejo de Seguridad de la ONU que Saddam Hussein (Presidente iraquí) tiene la responsabilidad de acreditar que su país carece de armamento nuclear, bacteriológico o químico, así como cierto tipo de cohetes y otros ingenios vetados a su ejército. Al tiempo, España recuerda que una resolución de la ONU —la 1441 con su ambiguo y diplomático lenguaje— puede autorizar acciones de castigo, en caso de que Hussein incumpla sus obligaciones. En una postura intermedia, y decisiva, se encuentra el Reino Unido. Straw, Ministro de Exteriores británico, tan pronto argumenta en la dura línea que sigue la Casa Blanca, como aparenta la pretendida legalidad internacional de Madrid. ¿Por qué la actuación de estos tres gobiernos? Por numerosas razones de cada uno, pero que funcionan engranadas con bastante eficiencia. En primer lugar, EE.UU. quiere dejar claro que nada en el mundo se puede hacer sin la aquiesciencia de su Gobierno federal. A esto se suma que Oriente Medio y el mundo islámico —más patente, imposible después del 11 de septiembre de 2001— no suponen una seguridad para el país. En este sentido, Israel tampoco se encuentra en una situación cómoda, y la comunidad judía norteamericana se siente muy involucrada en tal problema. Por su lado, España y el Reino Unido, en niveles diferentes, desean estar con el que gana, ser aliados próximos, amigos íntimos; y aparecer como tales. Una cuestión de alianzas. En sendos casos, la lucha antiterrorista (contra IRA y ETA) entran como parte del trato. Para los británicos, aparte, se añade una tradición de amistad inquebrantable —doctrina Eden desde Suez—. Por otro lado, Madrid y Londres bosquejan un eje de fuerza en Europa predominante, en especial sobre el eje franco–alemán. Es decir, razones políticas —ni electorales ni ideológicas— serias, cruciales.

La postura española, aunque sólo por serme la más cercana, se reviste de un atractivo que desgranamos a continuación. Por un lado, durante dos siglos España, grosso modo, se ha aislado del resto del mundo, llegando en ocasiones a ser un trasunto de Suiza. Desde Carlos III, la política exterior había ido remarcando un carácter neutral; Carlos IV permitió que esta indolencia hiciese a José Bonaparte rey. Seis décadas después, en medio del Sexenio Revolucionario y expulsada Isabel II, se barajaron hasta trece cabezas nobles para ocupar el trono —aunque a la postre, República incluida, reinaría el hijo de Isabel—, entre ellas la de Leopoldo de Hohenzollern. La sola mención de este nombre desembocó en la guerra Franco–Prusiana (1870-1871), de manera que la oligarquía celtibérica eligió al candidato más discreto. Las Cortes eligieron a Amadeo de Saboya con 191 votos de 311. A finales del siglo XIX, Ernest Lavisse publica sus “Essais sur l’Allemagne impériale”, advirtiendo de que una guerra a nivel continental se deberá a un conflicto en «los Vosgos, los Balcanes o África del Norte». Pues bien, como en este último caso España queda cerca, la crisis se resuelve gracias a la Conferencia de Algeciras (1906), con la que, además, se confirma que la presencia española —o belga o portuguesa— en África desempeña un cometido de tapón entre potencias hostiles.

Entre las consecuencias de este asilamiento se citan guerras civiles, dictaduras, repúblicas, magnicidios, represalias, golpes de Estado, así como una humillante derrota en Cuba y Filipinas (1898) ante un ejército moderno. Si a ello se unen los continuos conflictos con Marruecos y la evolución de la Guerra de España (1936-1939), se entiende que, poco a poco, ciertos estadistas españoles persigan un diseño de política exterior distinto. Aparte, en el mundo internacionalizado del Tercer Milenio parte de la prosperidad de un país se asienta en su fuerza empresarial —cuántas compañías exporta o importa—, lo cual viene definido por la postura del Gobierno hacia fuera. En este sentido, los parámetros de cada país contienen las piezas de la mecánica que se pretenda organizar; no será lo mismo el caso de Suecia (cuyo idioma sólo lo entienden sus vecinos, su población es escasa, su territorio queda aislado) que España (cuyo idioma oficial es el segundo más importante del mundo, su ubicación geográfica resulta estratégica, su ejército cuenta con un componente humano extraordinario). Si, por ejemplo, Telefónica, Endesa, Repsol, SCH, BBVA, Inditex, generan una expansión y crecimiento de calado mundial, y desean estar al nivel de las principales compañías de EE.UU. Reino Unido o Japón, poco podrán hacer con un Gobierno español desconocido en el planeta. El Gobierno, además, interpreta que la marcha industrial y finaceria de capital patrio redunda en la mejora de la misma sociedad española.

Indaguemos de momento, sin embargo, en los intereses de los Estados contrarios a la guerra; Francia, Rusia, Alemania y China. Por una parte, se oponen a EE.UU. Por otra parte, defienden sus objetivos económicos. Respecto a lo primero, y en coincidencia con las afirmaciones de James S. Robbins en su artículo “Coalition of the Unwilling” del “National Review” (11/02/ 2003), se trata de una moneda de doble cara; relegar la fuerza de EE.UU. al tiempo que imponer la propia en lo que ataña al mundo o a Europa (Alemania, Rusia, Francia). El caso francés lleva una nota añadida; desde la derrota en Leipzig (1813) el ejército francés apenas ha logrado victorias. Expulsadas de Fashoda (1898) por los británicos, vencidas en Indochina por japoneses (1941) y vietnamitas (1954), invadido el país por alemanes en 1870, 1914 y 1940, a las tropas francesas les quedan puntuales logros en Italia con Napoleón III. A pesar de ello, la «grandeur» de Francia, con la mitificación de Charles De Gaulle, provoca —eso parece— que el país tenga de sí la opinión contraria, postura subrayada con el privilegio del veto en el Consejo de Seguridad de la ONU. Sus esfuerzos de una Europa al margen de EE.UU., su propia carrera nuclear (desde 1966 hasta 1995 en Mururoa, Tahití y el Sáhara), amén del tacto con que procura usar el veto en la ONU, perfilan la política internacional francesa. Para definirla en dos palabras, chauvinismo napoleónico. Alemania, Rusia y China funcionan con ideas parecidas.

Los intereses espurios de las guerras
Respecto a sus objetivos crematísticos, según la agencia de noticias Bloomberg, la deuda de Iraq a principios de 2003 se cifra en unos 350.000 millones de euros, el doble de su PIB. Casi toda la deuda queda contraída con Alemania, Francia y Rusia, los más reacios, además, a condonar la deuda tras la guerra. El motivo por que algunos Estados, en conversaciones sobre la posguerra iraquí, pidan tal cancelación de pagos, estriba en que la reconstrucción del país se calcula que costará entre 100.000 y 500.000 millones. A la primera cifra se añaden circunstancias que atañen, sobre todo, a la explotación del petróleo iraquí, que representa una décima parte de la reserva mundial de crudo —aunque los últimos estudios geológicos rigurosos datan de 1970, de los 526 bloques petroleros descubiertos en Iraq, no más de 125 han sido desarrollados—. La Heritage Foundation asegura que sólo Total Fina Elf tenía contratado con la dictadura de Saddam Hussein el 25% del negocio petrolífero iraquí. Alcatel cerraba un acuerdo con la dictadura para rehabilitar la telefonía nacional, Renault y Peugeot firmaban contratos sustanciosos, Francia controlaba el 22'5% de las importaciones. De Francia, Rusia y China salió el 81% del armamento que Iraq compró entre 1981 y 2001. La China National Oil Company y la rusa Lukoil manejaban un negocio de proporciones similares a Total Fina Elf. Por esto, durante años las comunicaciones oficiales de Bagdad hacia estos tres países con veto en la ONU han sido explícitas: cualquier apoyo a resoluciones adversas a Iraq o Saddam Hussein conllevan la ruptura de contratos.
Jacques Chirac

A estas circunstancias nada desdeñables, se unen otras que las remarcan. Continuemos centrados en el ejemplo francés. Al igual que Alemania, Francia pasa en 2002 y 2003 por una situación económica delicada. Según las cifras para Francia y Alemania de que dispone en abril de 2003 la Comisión Europea, el paro sube (en Alemania llega al 10%), el déficit público supera el 3% del PIB (con la consiguiente multa de la UE), el crecimiento previsto apenas supera el 1% —España y los Estados Unidos crearán empleo y crecerán entre un 2 y 3% en 2003 y 2004, dice la misma Comisión—. Precisamente en abril de 2003, la Comisión decide abrir una investigación en profundidad sobre la legalidad de la garantía ilimitada que el Estado francés aporta al grupo energético Electricité de France. Para más inri, el caso de dos de las grandes joyas de la República es elocuente; Total Fina Elf y France Télécom. De la primera queda clara su tesitura cuando, tras la guerra, debe ceder su lucrativo puesto a British Petroleum, Texaco, Repsol et alii. De la segunda, que a principios de 2003 anunció el despido de 13.000 empleados, empezaremos diciendo que el Estado francés controla más del 55% del capital. Según “El derrumbe de la industria de comunicaciones” (Conferencia Mundial de Prensa de la Union Network International, celebrada en octubre de 2002), «France Télécom es la compañía más endeudada del mundo con 71.000 millones de euros de deuda». En la primavera de 2000 una acción de la compañía valía 218 euros; en octubre de 2002, 8 euros; si bien en abril de 2003 regresó a los 20 euros. Por otro lado, la Unión Europea obliga a partir de 2003 a France Télécom a acabar con el monopolio en telefonía fija dentro de Francia, lo cual no redunda en ganancias a corto y medio plazo. Además, la Comisión Europea abre en enero de 2003 una investigación oficial sobre la línea de crédito de 9.000 millones de euros que el Gobierno francés ha concedido a la compañía un mes antes. En contraposición, Telefónica —que desde 2000 había realizado notables desembolsos para crecimiento, igual que France Télécom— ha pasado, de contar con la mitad de valor en Bolsa que la operadora gala, a valer casi el doble que esta en 2003. Por eso los analistas financieros (JP Morgan, Self Trade, Consors) desacosejan invertir en la compañía francesa, y sitúan a la española como de las más recomendables (nº 184 de “Economía” del diario Abc – Madrid, 23/03/2003)

No pensemos que la cita de números y beneficios monetarios peca de huera. Clausewitz habla de la política en tanto que «la inteligencia del Estado personificado», pues «antes que comparar la guerra con un arte cualquiera, cabría hacerlo con el comercio (...), e incluso se asemeja mucho más a la política, que puede considerarse (...) como un comercio a gran escala». La defensa de estas prebendas y la diplomacia de cada bando (Francia, Rusia y Alemania frente a EE.UU., Reino Unido y España) encajan con las palabras de Sun–Zi: «Lo ideal es preservar el propio país, destruir el del enemigo es una segunda opción» (versión de Fernando Puell en Colección Taxila de Biblioteca Nueva, Madrid). Avanzando en aspectos del arte de la guerra, el Maestro chino continúa: «La política más aconsejable consiste en neutralizar los planes del enemigo; en segundo lugar, erosionar su sistema de alianzas». Porque el sistema de alianzas viene pintiparado a este caso del conflicto en Iraq. Se une, precisamente, al elenco recién desplegado sobre empresas francesas, armas rusas y deudas alemanas. Pero avancemos por dicho camino sacando a colación dos peones que en este ajedrez desencadan un jaque que atañe a Francia y España: Marruecos y el veto en la ONU. La alianza Iraq-Francia-Rusia se apoyaba en dividir a EE.UU., Reino Unido y España, a la vez que afianzar la “legalidad” de la ONU. Sin embargo, la posesión del veto, en tanto que privilegio de partes interesadas, menoscaba la legitimidad de la ONU; de ahí que el abuso del veto sea la excusa para actuar al margen del Consejo de Seguridad. Con esta baza diplomática se articulaba la actuación de los Gobiernos Bush, Blair, Aznar.

Kofi Annan junto al Vicepresidente iraquí Tarek Aziz
La difícil lectura de la resolución 1441 aparejaba una nueva resolución que diera pie, sin ambages, a una guerra contra Iraq. Así, las delegaciones hispana y británica anuncian una propuesta en este sentido. Justo entonces, el Ministerio de Exteriores francés comete el error, pues declara que usará el veto. El escrito chino “El libro del cambio” (entre el siglo XII y el X a.C.) ya aconseja que «no debe desplegarse un dragón oculto (...), en un estado de alteración es bueno ser moderado (...), resulta contraproducente emplear demasiada fuerza». De este modo, la Alianza contra Saddam Hussein obtuvo la justificación plena para usar la fuerza militar, dado que la eficiencia de la ONU quedaba más que en entredicho. A partir de ese momento, las tareas diplomáticas van al ritmo que marcan Bush, Blair y Aznar; dan un ultimátum irrisorio al dictador iraquí —ha de abandonar el poder y el país en 48 horas—, preparan la etapa siguiente de acuerdo con la partipación empresarial de cada cual. Por su parte, Alemania y Francia orientan sus contactos a intentar tener algo del pastel que acaban de perder. Asimismo, París y Berlín se ven arrinconados en Europa, con el solo apoyo de Bélgica (accionista de Total Fina Elf). En esta eventualidad se puede llevar la mirada a otra cuestión relevante que forma parte de esta guerra. Como escribe Pedro Schwartz en Abc (“Las razones de Aznar”, 03/03/2003), dejar sin castigo a Saddam Hussein convierte a la “legalidad internacional” en palabras inoperantes. Por eso, este catedrático termina afirmando que «en España ya no hay más estadista que Aznar». Aquí se aplica el adagio de Confucio, «las personas de espíritu superior entienden la justicia, las personas ordinarias entienden el beneficio».

El otro peón que se ha mentado es el triángulo de relaciones Marruecos-España-Francia. Para el caso, baste a grandes rasgos la lectura de “Las Relaciones Hispano-Marroquíes: ¿Vuelta a empezar?”, de Carlos Ruiz Miguel, Catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Santiago de Compostela (27/2/2003 publicada por el Real Instituto Elcano de Estudios Internacionales y Estratégicos). Como asegura Ruiz Miguel, entre España y Francia existen varias tensiones —no sólo el asalto a camiones con naranjas de Valencia y peras de Lérida—, entre las que destaca Marruecos, un país cuya actividad comercial con París es intensa (un tercio de importaciones y exportaciones, según datos oficiales). Desde los Campos Elíseos se torpedea la presión española en cualquier conflicto (Perejil, Sáhara Occidental, negociaciones de pesca), lo cual contradice las palabras de los Secretarios Generales del PSOE y PCE con que se afirma que «Francia es un aliado natural». Para España, la connivencia de estos dos Estados resultaba onerosa, pero desde la llegada de Aznar y Bush las tornas han variado de modo considerable.
Perejil

Al apoyo de Aznar al plan SDI —Iniciativa de Defensa Estratégica de Reagan, ‘Guerra de la Galaxias’— a principios de 2001, lo que acalló conatos de reticencia en Europa, Bush ha correspondido desplazando a Francia del triángulo. La mediación de EE.UU. en la crisis de Perejil (julio de 2002) deja claro que se ha vuelto a la política dura hacia Marruecos —negación al chantaje, operación militar Romeo Sierra, etc., hasta lo humillante que resulta para un moro que haya de hablar de igual a igual con una mujer, Ana Palacio—. Si a España no le tiembla la mano para emplear el Ejército, desde Washington se apuesta por primar el interés ibérico frente al galo. A esta situación se suman las buenas relaciones con Argelia, con lo que se debilita la relevancia de Marruecos. Por otra parte, tanto la Casa Blanca en Afganistán e Iraq, como La Moncloa en Marruecos, adoptan una posición de fuerza ante el mundo musulmán. Es la tradición seguida por Primo de Rivera y Franco que el lisiado de Lepanto y preso de Argel expresaba en el capítulo 9 de “El Quijote”; «si se le puede poner alguna objeción acerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos».

A estas alturas parece que se han obliterado un par de aspectos que, para cualquier ser humano, parece que debieran considerarse con gravedad. Por una parte, la posición de diferentes conglomerados bajo la denominación de “pacifistas”; por otra parte, el sufrimiento de quienes son llamados “víctimas colaterales”. Respecto de la opinión de los “pacifistas” cabe distinguir las personas que bona fide desean la quizá utopía de un mundo sin conflictos, para diferenciarlas de quienes pretenden sacar tajada al aparecer bajo vestimenta pública similar. Está claro que la sinceridad de Juan Pablo II no puede compararse con la de aquellos chavales que asaltaron —en medio de una “manifestación”— un centro de El Corte Inglés en Barcelona. Por cierto que mítica imagen la del chico sonriente que salía con un jamón tras el saqueo. En esta línea poco creíble se enmarcan algunos episodios acaecidos en España. Sólo en una semana de guerra, más de cien sedes del Partido Popular (partido gobernante) fueron atacadas, situación que a unos cuantos les recordaba los primeros meses de 1936. A la vez, gran parte de estos “manifestantes” ondeaban banderas de todo pelaje (menos la constitucional española) y, como atestiguará cualquier videoteca de televisión, entre estas sobresalía la de la Segunda República. En este sentido, se puede recomendar leer la Constitución de tal régimen, con su restricción de ciertas libertades (opinión, reunión, culto, educación), aparte de su excesiva preponderancia del Gobierno en detrimento de la Justicia. El tono de ciertos “pacifistas” se tornó acérrimo, como muestran las respuestas virulentas que recibió enEl País Rosa Montero, tras escribir en su columna “La histeria” (El País, 1/04/2003) que «... a estas alturas del horror (y del error) la salida factible menos mala es que los aliados ganen cuanto antes».

Respecto a las tomas de la calle —“manifestaciones”— acaecidas en esas fechas, permite una visión de equilibrio la Brevería publicada en Abc el 16 de marzo de 2003, la cual se resume a continuación. «Cuesta creer que el comunicado que José Saramago leyó ayer en Madrid (...) contra la guerra tenga algo que ver con la expresión de un legítimo sentimiento de paz. El texto de Saramago, el mismo que cada 1 de enero celebra con Castro en La Habana el triunfo de la revolución comunista (...), no estaba marcado por la concordia, sino por el rencor. El suyo fue un discurso hiriente, trufado de descalificaciones personales hacia quienes “desencadenan una vez más los caballos del Apocalipsis”. Erigido en paladín de la opinión pública, la “gran potencia mundial”, Saramago instó a levantarse contra quienes “pervierten la democracia y la ponen en peligro”. En el fondo, lo que pretende Saramago es propagar esa idea, apuntalada en los últimos días por ciertos sectores de la izquierda, de que por encima de la democracia parlamentaria está la “democracia directa”, la que se gesta y crece en la calle. Es un discurso que por extensión llevaría a la sustitución de las urnas por el activismo callejero. Saramago siguió ayer a pies juntillas una estrategia consistente en no ofrecer argumentos, sino proclamas y consignas. No se exponen ideas, sino márketing político al servicio de unos intereses que tienen poco que ver con las aspiraciones de paz. El conflicto de Irak se convierte así en una excusa y en un instrumento al servicio de una causa bastante menos noble que la de parar una guerra (...)».

La otra cuestión que ha debido de parecer olvidada de manera cruel engloba las víctimas militares y, sobre todo, civiles de toda acción militar. El editorial “Vientos, tempestades” de El País (27/03/2003), aparte de ser un espléndido resumen de la opinión de la izquierda, sostiene: «La guerra impuso ayer en Bagdad su cruel principio de realidad: en un mercadillo de la capital iraquí quedó borrada toda ilusión de diferencia entre objetivos militares y civiles, mientras que en Basora la estrategia bélica conduce a una catástrofe civil». Centenares de muertos inocentes, periodistas abatidos, niños mutilados... Pero, son, en términos asépticos, accidentes. Quienes han precipitado la guerra defensiva, so argumentos tan endebles como la democracia en Iraq o la inutilización de “armas de destrucción masiva”, saben que una acción militar no debe periclitar al suponerse que puedan producirse errores. O, con palabras directas de Clausewitz, «muchos espíritus dados a la filantropía podrán imaginar (...) que existe una manera de abatir al enemigo sin un excesivo derramamiento de sangre (...). Se trata de una concepción falsa (...). En temas tan peligrosos como la guerra, las falsas ideas surgidas del sentimentalismo son precisamente las peores (...). Tratar de ignorar la brutalidad (...) porque despierta repugnancia significaría una tentativa inútil o algo peor». 

El pensamiento de Clausewitz implica la “humana” falta de humanidad inherente a la guerra, según se ha entendido en los párrafos precedentes.

© José María Sánchez Galera (2003) 
Autor de "Vamos a contar mentiras: Un repaso por nuestros complejos históricos."

Post Scriptum. 

Madrid, febrero de 2013 

Ustedes acaban de leer un texto que redacté en la primavera de 2003. No he añadido, corregido ni quitado nada. Lo han leído tal como lo dejé hace diez años. Con sus errores y aciertos. Mi interés, cuando lo escribí, no era apoyar, ni criticar la guerra de Iraq, sino comprender los motivos de cada uno de sus protagonistas. Para ser más precisos: intenté ponerme en la piel de Bush, Aznar, Chirac, Hussein... Aquella guerra era un ejemplo de qué es la guerra. Llegué a la conclusión de que, al igual que el Estado, la guerra es tan sucia como necesaria. Coincido con la tesis central de Von Clausewitz: en la guerra mueren inocentes y se cometen injusticias. Pero la alternativa, en muchas ocasiones, es peor. 

La prioridad en la guerra es la victoria. La prioridad es que nosotros ganamos y ellos pierden; ellos se someten a nuestra voluntad. Ya lo advertía C.S. Lewis en The four loves; un pueblo prefiere ser gobernado por un nacional injusto antes que ser gobernado por un extranjero justo. Gandhi dijo a los británicos que debían largarse de la India, simplemente, porque la India no era Inglaterra: “Ustedes aquí son extranjeros y deben marcharse”. Visto así, la guerra está conectada con dos cuestiones elementales del ser humano: “nosotros queremos”. No justifico la guerra porque sí, ni avalo el relativismo moral. Y creo que el odio sobra; no es bueno odiar al enemigo. Sólo pretendo dejar claro que, sin “nosotros”, no hay país, y por tanto nos convertimos en colonia de otros que sí tienen conciencia de formar un “nosotros”. Lo segundo es “querer”, empeñarse, pretender de verdad algo; y sufrir para conseguir los objetivos. 

Por supuesto que el “nosotros” y el “querer” no son valores absolutos por encima de la justicia o la moral. Pero, sin esos valores, tampoco habrá justicia ni moral, sino la versión indigesta que otros nos impondrán. En Europa se ha implantado el irenismo, que es una patología de origen pacifista. Consiste en preferir la derrota incondicional antes que ir a la guerra. Esa fobia a la guerra nos lleva a manifestarnos en la calle (incluso con violencia) para retirarnos de una contienda militar, cuando cae uno solo de nuestros soldados. Aunque en el bando enemigo haya miles de bajas. Ya hemos sufrido las consecuencias de esta actitud, tan insistentemente patrocinada por un amplio sector de la política y los medios de comunicación; por lo general, los mismos que odian el concepto de España, de “nosotros queremos seguir siendo la España de verdad”. Insisto: no soy militarista, ni belicista, ni imperialista. La diplomacia debe evitar las guerras. Pero si hay que ir a la guerra, se va con todas las consecuencias, sin mostrar duda. Podría decirse que el arte de la vida consiste en aceptar que mancharse las manos está mal; pero a veces debemos mancharnos las manos. Y ahí tenemos a Durão Barroso, el anfitrión de las Azores en 2003; con el apoyo del mismísimo Rodríguez Zapatero es la persona que dirige Europa desde hace años.

3 comentarios:

  1. Genial post. Coincido con el autor;
    "...La diplomacia debe evitar las guerras. Pero si hay que ir a la guerra, se va con todas las consecuencias, sin mostrar duda. Podría decirse que el arte de la vida consiste en aceptar que mancharse las manos está mal; pero a veces debemos mancharnos las manos...".
    Hay que implicarse, y no mirar los toros desde la barrera, O protestar contra la violencia quemando contenedores o los coches del vecino :-O . Porque después, no podemos quejarnos de no estar en primera linea mundial en nada, si lo que aportamos es nada.
    Abrazos!.

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  2. Lo curioso fue lo efímero de ese presunto "movimiento pacifista" que no volvió a salir para lo de Afganistán o Siria o Nada- Curioso...

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  3. Ese es otro de los importantes problemas de nuestra sociedad en general, "Los intereses creados", por un lado. Hay mucho oportunismo. Y por otro muy poca Fe, o ninguna, no se cree en nada, no nos involucramos. Consecuencia, gestión de voluntades manifiesta. Es mi opinión.

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