viernes, 13 de septiembre de 2013

UNA SEPULTURA EN LA CIUDAD UNIVERSITARIA…




“¡Una mina! Empezaron a crepitar las ametralladoras y sonaron los estampidos de las bombas de mano, mezclados al detonar cercano de los morteros. Salieron todos apresuradamente, corriendo por la trinchera fantásticamente iluminada por las explosiones. El ataque se desencadenó con una violencia inaudita. Como siempre, el enemigo cubrió el sector de trinchera volado por la carga de dinamita con una cortina de morterazos. Las ametralladoras enemigas convergían los fuegos sobre aquel sitio desguarnecido, porque los defensores estaban heridos o habían quedado bajo tierra. Dispararon las pistolas de señales y, a la luz lenta de las bengalas, se iluminó el combate. Los rojos avanzaban. Guansito, en medio de aquel infierno, saltó como un demonio. Tras él, Ulceta y sus legionarios. Se encontraron con el enemigo sobre la tierra recién removida, y allí lucharon como fieras, a machetazos, a mordiscos. Los fusiles, empuñados como mazas, se astillaban en los cráneos y los huesos triturados crujían. El ataque fue decreciendo hasta extinguirse como una llamita que atizó la ferocidad… Los legionarios aullaban a coro, de pie sobre los parapetos: ¡Otro toro…! ¡Otro toro…! ¡Otro toro…!” (Legión 1936).

La Legión siempre ha sido LA LEGIÓN, la unidad de choque por antonomasia, pensada para maniobrar, saltar y asaltar; para matar o morir (preferiblemente matando). Con esa costumbre tan del Tercio de celebrar los ataques del enemigo reclamando “otro toro, otro toro…” después de cada embestida. En “Se Ha Tomado el Kilómetro 6”, Benítez de Castro lo explica magníficamente: “Un sordo rumor se despierta en toda la línea. Es una canción. Es un eco sordo, monótono, grave: ¡Viva el follón, viva el follón! ¡Viva el follón bien organizao!” Es el canto de las Banderas”.

La denominada GUERRA DE MINAS desarrollada dentro de nuestra Guerra Civil fue uno de los episodios que más resonancia (aunque no relieve estratégico) tuvo en operaciones tan dispares como el asedio al Alcázar de Toledo o los combates acaecidos en la Ciudad Universitaria. Una forma de guerra brutal, con un gran efecto psicológico, las minas y las contraminas requerían de hombres templados y con nervios de acero, trabajando a decenas de metros de profundidad y con las amenazas de derrumbe o de localización (y consecuente voladura) por el enemigo… Pero esta labor de zapa no era novedosa, sino que se hallaba sumamente enraizada en la tradición bélica hispana. Cervantes, en su “Discurso de las Armas y las Letras” (“El Quijote”, XXXVIII), ya se refiere a ella en estos términos: “¿Qué de su soldado que hallándose en alguna fuerza, y estando de posta o guarda en algún revellín o caballero, siente que los enemigos están minando hacia la parte donde él está, y no puede apartarse de allí por ningún caso ni huir el peligro que de tan cerca le amenaza? Sólo lo que puede hacer es dar noticia a su capitán de lo que pasa, para que lo remedie con alguna contramina, y él estarse quedo, temiendo y esperando cuándo improvisadamente ha de subir a las nubes sin alas y bajar al profundo sin su voluntad”. Si es que, como bien describe Pérez-Reverte en su novela de la saga Alatriste titulada “El Sol de Breda”: “Y todo es zapa y contrazapa, mina y contramina, trinchera y contratrinchera, de modo que nuestras fatigas se asemejan más a las de los topos que a las de los soldados (…) Todo era cuestión de trabajo y rapidez. De quien cavara más deprisa y llegase antes a encender sus mechas bajo los pies de los zapadores enemigos. Era un bellaco modo de reñir bajo tierra, a oscuras, en pasajes tan angostos…”. Y es que, como se señala el Historial de Ingenieros “Abriendo Camino” (Tomo II): “La guerra de minas propiamente dicha quedó limitada al frente de Madrid y, con menor importancia, al de Oviedo”, por ser aquí donde las minas y contraminas se emplearon de forma exhaustiva y organizada, en combate continuado con sus propias reglas, implicando unidades especializadas pertenecientes a ambos bandos, más allá de meras voladuras puntuales.

En concreto, por lo que se refiere a la batalla –prácticamente  frente- de la Ciudad Universitaria, el complejo del Hospital Clínico fue el que sufrió más voladuras durante la guerra: Se calcula en 202 el número de minas y contraminas voladas por ambos contendientes en la Ciudad Universitaria, Parque del Oeste y barrios de Moncloa y Argüelles (la mayoría, minas ofensivas de los republicanos contra las posiciones nacionales). Sin duda alguna, la zona más minada fue la del Parque del Oeste, con 51 minas y contraminas, seguida por el Clínico (con 47), el Palacete de la Moncloa (con 29), Agrónomos (con 25), el asilo de Santa Cristina (17) y el Instituto de Higiene (con 12), edificaciones estas tres últimas que quedaron pulverizadas por sus detonaciones.

Y para luchar en este tipo de confrontación, al igual que ocurría en Vietnam con los célebres “Ratas de Túnel” de Cu-Chi, se necesitaban hombres de una pasta especial, con un temple añadido para combatir con frialdad y nervios de acero en esta guerra oscura, incierta, claustrofóbica, exasperante… No en vano, de las tres Laureadas Individuales concedidas a los defensores de la Universitaria, dos lo fueron a minadores. Todo consistía en rebosar paciencia y esperar escuchando, escuchando, escuchando…:
 
Puntilla sacó de un cajón se geófono y les indicó que escuchasen. Aplicaron el aparato al suelo y pudieron oír, casi con nitidez, el chocar de los picos sobre la tierra, el ruido de las vagonetas retirando los escombros, el roce de las palas… La guerra, inmovilizada a la salida del sol, seguía allá abajo, en las tinieblas, a diez metros de profundidad, en las oscuras entrañas vírgenes de la tierra. Era una guerra cruenta y acechante, una guerra oscura y horrible” (Pedro García Suárez: “Legión 1936”).

Después venía un trabajo manual agotador –cavar y picar, entibar y fortalecer las galerías, horadar la tierra y extraerla-, siempre buscando los bajos del enemigo para hacerle volar por los aires, inutilizando el túnel que a imagen y semejanza ellos también cavaban para despedazarlos: “La defensa contra las minas adversarias en guerra de contraminas consistía en una red de galerías que arrancaban pozos emboquillados situados en trincheras y con una profundidad entre 8 y 15 metros. La sección de las galerías era la precisa para permitir el trabajo de un hombre con pica de minero y de ancho suficiente para desplazar una carretilla con el detritus de la excavación, que se elevaba mediante un torno corriente a mano, que también era utilizado para acceso del personal. En cada sector, un equipo de vigilancia provisto de geóponos bajaba todos los días a la galería para comunicar las observaciones y realizar las marcaciones. Una vez comprobado que el equipo enemigo estaba próximo se preparaba la contramina, que solía ser una carga de unos 500 Kg. de dinamita para romper la adhesión al suelo, enterrar al enemigo y anular su galería de ataque. Para realizar esto que, así contado, parece una sencilla operación, hace falta una gran dosis de sangre fría, al permanecer a la escucha del avance enemigo, con la duda de si éste ha escuchado también el nuestro” (“Abriendo Camino”).

Tras la franca superioridad republicana del año 37, el año más duro para los nacionales (sobre todo el mes de Marzo, en el que el Ejército Popular todavía esperaba poder echar a los atacantes de la Universitaria), que aguantaron su primera mitad sin posibilidad de contrazapa (hasta Julio, mes en el que consiguieron hacer su primera contramina y en Agosto su primera mina, contra Odontología[1]), 1938 se convirtió en el año de la guerra de minas (en sentido estricto) por excelencia en la Ciudad Universitaria, no tanto por su mayor número de voladuras, sino porque esta lucha se convierte ya en un fin en sí misma, perdiendo relación con la guerra que se desarrollaba en la superficie y con un resultado más pírrico que efectivo, salvo por su notable carga psicológica. Un año después, los republicanos todavía llevarían la delantera en la actividad minera (de hecho, un día antes de la entrada en Madrid, los nacionales se vieron obligados a desactivar varias minas preparadas para estallar). No obstante, durante ese 1.938, las contraminas superan a las propias minas. Los nacionales habían aprendido a defenderse, lo que obliga al enemigo a desarrollar galerías contra-mina, distrayendo recursos –tanto materiales como humanos- de las minas ofensivas… La lucha bajo el suelo se convierte en un mortal juego del gato y el ratón, con escaso valor táctico.

El encontrarse en dos galerías daba lugar a escenas dantescas en el interior de la tierra, como el episodio vivido por uno de los Laureados, Serafín de la Concha Ballesteros, Ingeniero de Minas y Teniente Provisional, narrado del siguiente modo para la revista “Ejército” (bajo el título “Una Laureada en la Solapa”): “(…) Era el año 38. Llevábamos dos años aguantando la cruenta guerra de la Universitaria parapetados en el Clínico. Cada día había una sorpresa, las minas hacían volar el edificio por todos lados. Aquello parecía no acabarse nunca, hasta que recibí la orden de volar el colector y acabar con ello. (…) Y a diecinueve metros de profundidad comenzó la construcción de una galería transversal que buscaba dramáticamente el colector rojo por el que llegaban al Clínico. Meses y meses trabajando como topos hasta conseguir construir 90 metros de galería. Jamás olvidaré cuando llegamos al alcantarillado central en posesión de los rojos. Se terminaron las minas, pero comenzó un cruento combate a 18 metros de profundidad que se prolongó durante semanas. Cada vez que recuerdo esto paso un mal rato… Ya que sólo yo puedo contarlo y no puedo compartirlo con el hombre que vivió conmigo aquellos momentos, el sargento don Miguel Zamorano, de 23 años, también distinguido con la Laureada… Era el 21 de Octubre de 1938. En las primeras horas de la mañana descendimos a la galería dispuestos a volar todo aquello. Sabíamos que al fondo del colector los rojos estaban almacenando una gran cantidad de dinamita para volar de una vez todo el Clínico. Mi propósito era anticiparme y llegar hasta allí y pegarle fuego. Para ello tenía que atravesar toda la galería a cuerpo limpio. Ordené a Zamorano que me cubriese la espalda. Arrastrándome por el suelo me dirigí al fondo. Al llegar a donde estaban los explosivos escuché y vi cómo estaban amontonando más dinamita. Sin perder tiempo, coloqué la mecha y la prendí fuego, regresando inmediatamente al exterior en compañía del sargento. Minutos después volaba de una vez todo el reducto rojo que durante años había atacado con saña el Clínico. Al día siguiente, en un reconocimiento de la galería, el sargento Zamorano moría por emanaciones de bióxido de carbono, concediéndosele a título póstumo la misma distinción que a mí”.

Pero centrémonos en la historia que motiva este artículo: El 28 de Octubre de 1937, a las 10 de la mañana, una mina estallaba bajo el hospital conocido como “El Clínico”, ubicado en la madrileña Ciudad Universitaria. “Una mina horrorosa… Un herido leve llega gritando: “A la izquierda del Clínico”. Corro saltando entre los cascotes y derrumbes y mucho humo. ¡El quirófano hundido! Quedan bastantes enterrados. Ayudo a desenterrar. Imposible acertar entre hierros retorcidos, pilones de escombros y bajo una granizada de bombas… Todos los centinelas y el sargento que recorría los puestos, sepultados: ¿Vivos todavía? Una pared se desploma y entierra a dos ingenieros que ayudaban al desescombro. Bajo incesante fuego, al cabo de una hora, se logra localizarlos y extraer alguno. Les doy la absolución a todos. ¡Han muerto en su puesto, sin moverse! Están con nosotros el coronel, el teniente coronel y el comandante. Al fin se tiene que dar por inútil el trabajo de rescate, máxime por haber oscurecido pronto. Rezamos por los muertos. Orden de explotar nuestra mina en aquel mismo sitio para poder poner la guardia en regla por esta noche. Uno de los enterrados tiene aquí un hermano menor. Hago lo imposible para apartarle y que no se entere de lo que se va a hacer. Mientras estamos en el botiquín explota nuestra mina y se lanza como un loco por lo que haya sido de su hermano. Lo calmo, le consigo permiso para que consuele a sus padres… 2 de Noviembre: Se reúnen más de 100 legionarios para el acto de bendecir la sepultura, es decir, el embudo de la mina donde quedaron enterrados los del día 28. Se coloca la lápida. Oración por ellos y vivas legionarios” (Entrada del Diario del Padre José Caballero. Fernando Calvo González-Regueral: “La Guerra Civil en la Ciudad Universitaria”, página 145).

Ésta es la inscripción de la estela funeraria levantada por el Tercio en el mismo lugar donde quedaron sepultados por la mina (lamentablemente, dicha lápida se encuentra actualmente en paradero desconocido):

Aquí quedan sepultados unos valientes legionarios:

SARGENTO FRANCISCO FERNÁNDEZ MARTÍNEZ.
CABO JUAN MARZO OTERO.
CABO FLORENTINO GARCÍA PRADA.
CABO MAGÍN RODRÍGUEZ GARCÍA.
LEGIONARIO RAMÓN REY REY.
LEGIONARIO BARTOLOMÉ FLÓREZ GUERRERO.
LEGIONARIO ROBERTO OBRADOR BURGUETE.
LEGIONARIO LONGINOS ABADAS SERRADA.
LEGIONARIO LUCIANO IGLESIAS GONZÁLEZ.
LEGIONARIO PEDRO REQUENA GONZÁLEZ.
LEGIONARIO JOSÉ RODRÍGUEZ LUCAS.
LEGIONARIO MANUEL RODRÍGUEZ ROCHA.

La 39 Cía. de la X Bandera os recuerda y os admira.
28-10-1937
VIVA LA LEGIÓN
VIVA ESPAÑA


[1] Hasta el mes de Septiembre de 1937 no se crea la primera unidad de minadores del Ejército Nacional en el frente de Madrid, pues hasta esa fecha son solamente pelotones de zapadores pertenecientes a las compañías de Ingenieros las encargadas de dicha labor (como la 4ª y la 7ª Compañías del Batallón de Zapadores número 7), labor puntual y aislada con el objetivo de frenar la acción subterránea del enemigo (y fortificar posiciones), más que pasar a una tarea ofensiva. A partir de ese mes de Septiembre, la 7ª del 7º pasará a convertirse en una unidad de minadores, descargándosele otros cometidos y convirtiéndola en la unidad señera de la contramina nacional. Pero hasta el año siguiente, cuando acabe de completarse el Grupo de Minadores del Teniente Coronel Juan Petrirena Aurrecoechea (grupo independiente afecto al I Cuerpo de Ejército, con tres Compañías para cubrir todo el frente de Madrid –una en Carabanchel, para cubrir el sector de la carretera de Extremadura, otra en la Universitaria y la última en Boadilla, cubriendo la carretera de La Coruña) no se considerará plenamente operativa a la unidad. El Grupo se incrementaría, aparte de con los efectivos de la 7ª, con contingentes de la 8ª de Oviedo –cuando dejó de ser necesaria en este frente- y la 6ª de San Sebastián. La Agrupación, que acabó la guerra con 81 bajos, 62 de ellos muertos, fue premiada con la Medalla Militar Colectiva.

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