“¡Dios, qué buen vasallo si tuviese buen señor!”
Lamento del pueblo llano, puesto de parte del Cid cuando el rey Alfonso VI lo
desterró por hacerle jurar en Santa Gadea que no había intervenido en la muerte
de su hermano Sancho.
Mucho se ha escrito sobre los enigmáticos caballeros
templarios, esos monjes-soldados (o soldados-monjes) encumbrados al Olimpo de
la mitología gracias al cine (recordemos por ejemplo “Templario”[1] –desafortunadísimo título
en español-, la archifamosa “Indiana Jones y la Última Cruzada”[2], o “La Búsqueda”[3]) y a novelas
pseudo-históricas. Pero España, no por menos legendarias, también contó con sus
propias ÓRDENES MILITARES, forjadas a sangre y fuego en una época donde la
espada y la cruz se fundían. Ésta es la historia de dichas Órdenes, que han
perdurado hasta nuestros días:
Las órdenes militares españolas[4]
son un conjunto de instituciones religioso-militares que surgieron en el
contexto de la Reconquista, las más importantes surgidas en el siglo XII en la
Corona de Castilla (orden de Santiago,
orden de Alcántara y orden de Calatrava) y en el siglo XIV en la
Corona de Aragón (orden de Montesa);
precedidas por muchas otras que no han perdurado, como las Militia Christi
aragonesas de Alfonso I el Batallador, la Cofradía de Belchite (fundada en 1122)
o la orden de Monreal (creada en 1124), que tras ser
reformadas por Alfonso VII de León tomaron el nombre de Cesaraugustana y
en 1149, con Ramón Berenguer IV, se integran en la Orden del Temple. La portuguesa Orden de Avis
respondía a idénticas circunstancias, en el restante reino cristiano
peninsular.
Durante la Edad Media, al igual que en otros
lugares de la cristiandad, en la península Ibérica aparecieron órdenes
militares autóctonas, que, si bien compartían muchas similitudes con otras
órdenes internacionales, también presentaban peculiaridades propias, debido a
las especiales circunstancias históricas peninsulares marcadas por el
enfrentamiento entre musulmanes y cristianos.
El nacimiento y expansión de estas órdenes
autóctonas se produjo fundamentalmente en la fase de la Reconquista en que se
ocuparon los territorios al sur del Ebro y del Tajo, por lo que su presencia en
esas zonas de la Mancha, Extremadura y el Sistema Ibérico (Campo de Calatrava,
Maestrazgo, etc.) vino a marcar la característica principal de la repoblación,
en grandes extensiones en las que cada Orden, a través de sus encomiendas,
ejercía un papel político y económico similar al del señorío feudal. La
presencia de otras órdenes militares foráneas, como la del Temple o la de San Juan fue simultánea, y en el caso de
los caballeros templarios, su supresión en el siglo XIV benefició
significativamente a las españolas.
La implantación social de las órdenes militares
entre las familias nobles fue muy significativa, extendiéndose incluso a través
de órdenes femeninas vinculadas (Comendadoras
de Santiago y otras similares).
Después del turbulento periodo de la crisis
bajomedieval, en que el cargo de Gran Maestre de las órdenes era objeto de
violentas disputas entre la aristocracia, la monarquía y los validos (infantes
de Aragón, Álvaro de Luna, etc.); Fernando el Católico, a finales del siglo XV
consiguió neutralizarlas políticamente al obtener la concesión papal de la
unificación en su persona de ese cargo para todas ellas, y su sucesión conjunta
para sus herederos, los reyes de la Monarquía Hispánica posterior, que las
administraba a través del Consejo de Órdenes.
Perdida paulatinamente toda función militar a lo
largo del Antiguo Régimen, la riqueza territorial de las órdenes militares fue
objeto de desamortización en el siglo XIX, quedando reducidas éstas a partir de
entonces a la función social de representar, como cargos honoríficos, un
aspecto de la condición nobiliaria.
Aunque la aparición de las órdenes militares
hispánicas puede interpretarse como pura imitación de las internacionales
surgidas a raíz de las cruzadas, tanto su nacimiento como su posterior
evolución presentan rasgos diferenciales, pues jugaron un papel de primer orden
en la lucha de los reinos cristianos contra los musulmanes, en la repoblación
de extensos territorios, especialmente entre el Tajo y el Guadalquivir, y se
convirtieron en una fuerza política y económica de primera magnitud, teniendo
además gran protagonismo en las luchas nobiliarias habidas entre los siglos
XIII a XV, cuando finalmente los Reyes Católicos lograron hacerse con su
control.
Para los arabistas, el nacimiento de las órdenes
militares españolas estuvo inspirado en los ribat musulmanes, pero
otros autores opinan que su aparición fue fruto de un proceso de fusión de
hermandades y milicias concejiles teñidas de religiosidad que, mediante
absorción y concentración, dieron lugar a las grandes órdenes en un momento en
que la lucha contra el poderío almohade requería de todos los esfuerzos
posibles por parte del lado cristiano.
Tradicionalmente se admite que la primera en
aparecer fue la de Orden de Calatrava,
nacida en esa villa del reino castellano en 1158, seguida de la de Orden de Santiago, surgida en Cáceres,
en el reino leonés, en 1170. Seis años después se creó la Orden de Alcántara, en principio denominada de San Julián del Pereiro. La última en aparecer fue la Orden de Montesa que lo hizo más
tardíamente, durante el siglo XIV, en la Corona de Aragón debido a la
disolución de la Orden del Temple.
A imitación de las órdenes internacionales, las
españolas adoptaron su organización. El maestre fue la máxima autoridad
de la orden, con un poder casi absoluto, tanto en lo militar, como en lo
político o en lo religioso. Era elegido por el consejo, compuesto por
trece frailes, de donde les viene a sus componentes el nombre de “Treces”.
El cargo de maestre es vitalicio y a su muerte los Trece, convocados por
el prior mayor de la orden, eligen al nuevo. Cabe la destitución del maestre
por incapacidad o por conducta perniciosa para la orden. Para llevarla a cabo
se necesita el acuerdo de sus órganos superiores: Consejo de los Trece, “Prior
Mayor” y “Convento Mayor”.
El Capítulo General es una especie de
asamblea representativa que controla toda la orden. Lo forman los trece, los
priores de todos los conventos y todos los comendadores. Se debe reunir
anualmente un día determinado en el convento mayor, aunque en la práctica estas
reuniones se celebraron donde y cuando el maestre quiso.
En cada reino existió un “Comendador Mayor”,
con sede en una localidad o fortaleza. Los priores de cada convento eran
elegidos por los canónigos, pues hay que tener en cuenta que dentro de las
órdenes existían freyles milites (caballeros) y freyles clérigos,
monjes profesos que instruían y administraban los sacramentos.
Dado su doble carácter de instituciones militares y
religiosas, en lo territorial las órdenes desarrollan una doble organización
separada para cada una de estas esferas, aunque a veces no totalmente
desligadas.
En lo político-militar se dividían en “Encomiendas
Mayores”, existiendo una encomienda
mayor por cada reino peninsular en el que estuviera presente la orden en
cuestión. Al frente de ellas estaba el comendador mayor. Le seguían las
encomiendas, que eran un conjunto de bienes, no siempre territoriales ni
agrupados, pero que generalmente constituían demarcaciones territoriales. Las
encomiendas eran administradas por un comendador. Las fortalezas, que por
cualquier tipo de causa no estaban bajo el mando del comendador, tenían a su
frente un alcaide nombrado por aquél.
Capítulo General Órdenes Militares |
En lo religioso se organizaban por conventos,
existiendo un convento mayor, que constituía la sede de la orden. En el caso de
la orden de Santiago estuvo radicado
en Uclés (Cuenca), tras las desavenencias de la orden con el monarcas leonés
Fernando II. La orden de Alcántara
lo tuvo en la villa cacereña que le dio nombre.
Los conventos no eran sólo lugares donde vivían los
monjes profesos, sino que constituían prioratos, demarcaciones territoriales
religiosas donde los respectivos priores con el tiempo tuvieron las mismas
atribuciones que los obispados, resultando que las órdenes militares se
sustrajeron al poder episcopal en extensos territorios.
El mando del ejército lo ejercían las más altas
dignidades de cada orden. En la cúspide se hallaba el maestre, seguido de los comendadores
mayores. La figura del alférez fue destacada en un principio,
pero en la Baja Edad Media había desaparecido. El mando de las fortalezas
estaba en manos del comendador o de un alcaide nombrado por él.
El reclutamiento se solía hacer por encomiendas,
contribuyendo presumiblemente cada una de ellas con un número de lanzas u
hombres relacionado con el valor económico de la demarcación.
Hay que destacar la sorprendente belicosidad de las
órdenes y su rigurosa promesa de combatir al infiel, lo que en muchos casos se
manifestó en la continuación de auténticas “guerras privadas” contra los
musulmanes cuando, por diversas causas, los reyes cristianos abandonaron la
lucha, debido a la firma de treguas o bien por dirigir sus acciones bélicas en
otros sentidos, como cuando Fernando III, coronado rey de León, abandonó los
intereses de este reino para dedicarse a la conquista de Andalucía en beneficio
de la Corona de Castilla.
Con ser importante el papel militar jugado por las
órdenes militares, no lo fue menos su papel repoblador, económico y social.
Porque no bastaba con arrebatar territorios al enemigo si éstos no se poblaban
suficientemente como para ocuparlos y explotarlos, facilitando así su defensa.
De este modo –y en consecuencia-, las órdenes recibieron grandes extensiones de
terreno, cuya repoblación les reportó gran poder político y económico. Para
atraer pobladores a las tierras adquiridas, utilizaron métodos similares a los
usados por otras instituciones. Uno de ellos consistía en otorgar fueros a las
villas de su jurisdicción que las hicieran atractivas a gentes del norte. En
general se copiaron los modelos de fueros más generosos, como el de Cáceres o
el de Sepúlveda. Un ejemplo de esta generosidad fue el de las exenciones
fiscales por nupcialidad, tomadas del fuero de Usagre.
Por otra parte, unas tierras improductivas
resultaban inútiles, por lo que se preocuparon de su desarrollo económico. En
este sentido, y además de las ventajas dadas a los nuevos pobladores, como las
donaciones de baldíos, se consiguieron ferias para sus villas o se realizaron
importantes obras de infraestructura en la red de comunicaciones. Las ferias
tenían la ventaja de estar libres de impuestos, lo que fomentaba el comercio,
que también era impulsado por la mejora de comunicaciones (puentes, caminos,
etc.).
Las relaciones de las órdenes militares hispánicas
con otros poderes e instituciones fueron diversas. En general gozaron del apoyo
papal, pues constituían una base sólida para la reconquista y dependían
directamente de su autoridad. Los papas otorgaron atribuciones episcopales a
los priores de las órdenes en su pugna con los obispos, lo que les dio una gran
independencia.
En cuanto a la relación con los reyes, siguió varias
etapas. Al principio los monarcas impulsaron las Órdenes porque llegaron a
considerarlas “el florón más preciado” de sus coronas. Conscientes de
sus enormes posibilidades en la tarea reconquistadora, y repobladora después,
los reyes las fomentaron e introdujeron en sus respectivos reinos. Como ocurrió
con Alfonso I el Batallador, cuando en 1122 fundó la hermandad de Belchite, o con Alfonso VIII de Castilla y Alfonso IX
de León, quienes ofrecieron posesiones a las órdenes de Santiago y Calatrava,
respectivamente, para atraérselas a sus reinos. Aunque las donaciones reales en
su mayor parte estuvieron constituidas por territorios, para hacerlas eficaces
en la lucha contra los musulmanes, también recibieron de los monarcas otro tipo
de donaciones de carácter no estrictamente militar o político, tales como las
motivadas por razones de caridad, merced, hospitalidad o amistad. A menudo el
favor de los reyes también se manifestó en los numerosos pleitos que se
plantearon con otros poderes, en los que generalmente los monarcas fallaron a
favor de las órdenes. Los privilegios tributarios o de otro tipo fueron
igualmente frecuentes, lo que a veces ocasionó la irritación de los concejos de
realengo, cuyos vecinos tributaban en mayor medida.
A cambio del favor real, las órdenes llevaban a
cabo las misiones que tenían encomendadas y eran leales a los monarcas, en cuyo
bando se situaron desde que a finales del siglo XIII las disputas nobiliarias
se hicieron tan frecuentes. A partir de entonces, los reyes tomaron consciencia
del enorme poder de las órdenes y del peligro que podía suponer el tenerlas en
contra, de ahí que con Alfonso XI comenzase una pugna por conseguir su control,
a través de la designación del maestre. Esta pugna continuó a lo largo de toda
la Baja Edad Media hasta la consecución absoluta de los propósitos regios por
parte de los Reyes Católicos, quienes lograron ostentar el maestrazgo de todas
ellas a perpetuidad. Con sus descendientes este maestrazgo se convirtió en
hereditario.
Más problemática resultó la relación con los
concejos de realengo (los municipios en territorio regio), sobre todo con
aquellos dotados de extensos dominios de difícil control y ocupación. A menudo
sufrieron la depredación de zonas despobladas por parte de las órdenes, hasta que
los reyes pusieron fin a las usurpaciones, aunque a partir del siglo XIV estos
concejos sufrieron la misma depredación por parte de señores laicos. También
hubo pleitos con los colindantes, a veces prolongados e incluso tan vehementes
que llegaron a producir enfrentamientos físicos.
Igualmente diversa resultó la relación con el resto
del clero. El concurso de éste fue fundamental para la configuración de las
órdenes, como ocurrió con el apoyo del arzobispo de Santiago de Compostela
respecto de la orden santiaguista o con el obispo de Salamanca respecto de la
de Alcántara. Pero más adelante hubo
de todo, desde piadosas donaciones a pleitos y refriegas interminables, e
incluso algún hecho de armas, como el ataque a los obispos de Cuenca y Sigüenza
por parte del comendador santiaguista de Uclés. Y es que las tensiones con los
obispos fueron frecuentes en la lucha por la jurisdicción eclesiástica, a la
que se sustrajeron los priores, quienes recibieron finalmente el apoyo papal.
La hermandad y coordinación fueron las actitudes
dominantes en las relaciones entre órdenes. Calatrava y Alcántara
estaban unidas por relaciones de filiación, sin que ello supusiera falta de
autonomía de Alcántara. Hubo pactos
entre órdenes de ayuda mutua y reparto de lo conquistado. Incluso acuerdos,
como el tripartito de amistad, defensa mutua, coordinación y centralización
firmado en 1313 por la de Santiago, Calatrava y Alcántara.
Las Órdenes militares quedaron disueltas el 29 de
abril de 1931 por mandato del gobierno republicano. Durante la Guerra Civil
fueron asesinados muchos de sus caballeros, pereciendo diecinueve de la Orden
Militar de Santiago, quince de la
Orden Militar de Calatrava, cinco de
la Orden Militar de Alcántara y
cuatro de la Orden Militar de Montesa.
El balance de caballeros de 1931 a 1935 es el
siguiente:
En 1985 tan sólo vivían 19 caballeros de los que profesaron
antes de 1931…
Finalizada la guerra se iniciaron conversaciones
con el general Franco, invitando al obispo-prior Emeterio Echeverría Barrena,
no obtuvieron resultado alguno, por lo que durante estos años subsistieron
marginalmente, hasta que el 2 de Abril de 1980 fueron inscritas por separado en
el registro de asociaciones del Gobierno Civil de la provincia de Madrid. El 26
de Mayo de ese mismo año se inscriben como federación. La Orden de Santiago, junto con las de Calatrava, Alcántara y Montesa,
fueron reinstauradas como asociaciones civiles en el reinado de Juan Carlos I
con el carácter de organización nobiliaria honorífica y religiosa y como tal
permanecen en la actualidad. El 9 de abril del 81, y tras cincuenta años de
larga vacante, el rey de España, Juan Carlos I, nombra a su padre Juan de
Borbón presidente del Real Consejo de las Órdenes Militares.
[1] “Ironclad” (Jonathan English, 2011).
[4] También han
existido –y existen- Órdenes Civiles, tales como la Insigne Orden del Toisón de
Oro, la Real y Distinguida Orden de Carlos III, la Real Orden de Damas Nobles
de la Reina María Luisa, la Real Orden de Isabel la Católica, la Orden Civil de
Alfonso X el Sabio, la Orden del Mérito Agrario, Pesquero y Alimentario, la
Orden del Mérito Civil, la Orden de África, la Orden Civil de Sanidad, la Orden
de la Cruz de San Raimundo de Peñafort, la Orden de Cisneros, la Real Orden del
Mérito Deportivo o la Orden Civil de la Solidaridad Social, entre otras
(Ínclita Orden de San Juan de Jerusalén, Orden Real de España, Orden Civil de
Beneficencia, Orden Civil de María Victoria, Orden Civil de Alfonso XII, Orden
Civil de la República, Orden Imperial del Yugo y las Flechas…).
Más datos; el actual concordato con la Santa Sede reconoce estas cuatro ordenes militares como instituciones religiosas. Su majestad el Rey es el gran maestre de las cuatro ordenes, aunque delegaba dicha función a su primo, creo recordar el duque de Calabria.
ResponderEliminarAlgunos altos mandos que han pertenecido a dichas ordenes, llevaban también cocido la cruz en sus uniformes, como el Jemed de hace unos años.
Una gran diferencia de las ordenes hispánicas a la Orden de San Juan o la de los Templarios, fue su fuerte dependencia y siguiente control de los monarcas españolas; además que pronto se convirtieron en club de nobles perdiendo su vinculación con los votos de pobreza castidad y obediencia. En la actualidad, la orden de san Juan, por ejemplo sigue conservando dichos votos, aunque también aceptan casados.
Hasta hace unos años como mínimo, era requisito indispensable demostrar nobleza de sangre, es decir, demostrar que tus padres y tus abuelos, eran católicos y libres de cargas; o dicho de otra forma, se convirtió en una asociación de hijos de duques, marqueses, grandes de España etc...
Excelente reseña histórica, muy ilustrativa.
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