Al
principio fue una putada. Cuando me llamó el capitán y me dijo que regresaría a
España en el avión y no en el barco con el resto de la Agrupación el mundo se
me vino a los pies. Pero en milicia no hay discusión posible, te cuadras,
saludas, contienes las lágrimas que afloran a tus párpados y dices: ¡A la
orden!, aunque cumplirla te arranque las tripas y las esparza sobre el suelo.
A
alguien le tenía que tocar, las cosas son así, y al igual que hubo una comisión
aposentadora a la ida, hubo otros que regresamos un poco antes para preparar el
recibimiento de los camaradas a los que les esperaban seis o siete días de
Buque de Transporte “Castilla” que meterse en el lomo.
Casi
todos a los que nos tocó la china intentamos cambiar nuestra suerte, pero
claro, a los que les tocase el cambio no se hubiesen conformado así
que nos tragamos la rabia y la decepción (todos queríamos regresar juntos) y
preparamos el regreso a casa.
Mi
último día en Divulje, el último después de muchos, algunos claros, otros
oscuros, algunos muy largos, otros muy divertidos, lo recuerdo entre brumas de
lágrimas al despedirme y abrazos de los camaradas. Fue un día raro, aquella
noche apenas había podido dormir y en mi alma se clavaba ésa nostalgia extraña
de abandonar un lugar que ha sido tu hogar durante muchos meses. Volver la
vista atrás y sonreír al recordar los momentos pasados y los amigos hechos que
durararían ya para toda la vida.
El
viaje hasta España, ¡Oh sorpresa! no lo haríamos en el Hércules sino
en el avión que hasta hacía poco era el asignado a la Casa Real y al que con
aquel servicio se le completaban las horas de vuelo que le faltaban al aparato
para jubilarse. No sé si era u siete-cuatro-siete o una cosa de ésas. Un avión
grande y cómodo, donde había “azafatos” del Ejército del Aire y asientos
mullidos.
Entramos
en tromba. Todos, desde el mando más alto al último soldado
nos desparramamos por el avión y al escuchar los motores chillar y
las ruedas empezar a moverse la tristeza por dejar atrás a los camaradas se
trocó en alegría, alguien dijo:
-
¡Volvemos a España!
Y se
desató una alegría indescriptible dentro del avión. Sonrientes y dándonos
abrazos unos a otros mientras los auxiliares de vuelo se las veían negras para
mantenernos sentados.
El
vuelo fue rápido y tranquilo. A mí volar me produce cierto canguelo pues si
Dios hubiese querido que volásemos nos habría hecho pájaros y no humanos, así
que una vez pasada la euforia, me acurruqué en mi asiento hasta que el piloto
nos avisó por los altavoces de que en un minuto sobrevolaríamos las costas
españolas…
Se me
pasó todo el miedo, es quizá la vez que en un avión he estado más a gusto.
Todos nos asomamos a las ventanitas, pegando las cabezas unas a otras como si
allí abajo estuviese lo más importante del Mundo.
Y,
pardiez, en verdad que sí era lo más importante y hermoso, pues allí abajo,
a no sé cuantos mil pies de nosotros, estaba perfilada perfectamente
contra el azul del mar, la punta del Cabo de Palos o de la Nao, no recuerdo
cual era de los dos, con la luz del sol de España reflejándose en la punta de
los planos del avión y los ojos de casi doscientos españoles estaban como
platos, mirando abajo hacia su vieja y querida patria a la que regresaban
después de muchos meses alejados de ella.
Llegamos
luego a Torrejón de Ardoz donde aterrizamos sin novedad. Yo agarrado como una
lapa a los apoya-brazos, forzando la sonrisa y apretando mucho los
huevos contra el asiento, sin soltar el aire hasta que las ruedas tocan tierra,
saltan, tocan de nuevo, saltan, se bambolean las alas y ya, por fin, agarran
los neumáticos y el “pájaro” se posa entre los bufidos de las turbinas en
retroceso y el temblequeo de las bandejitas de los respaldos. Mientras yo me
acuerdo muy mucho de los hermanos Wright y de la madre que los parió.
Luego
unos autocares del Ejército nos trasladaron hasta un acuartelamiento de la
capital. Durante el trayecto no paramos de cantar en cada bus y de tocar los
silbatos que todos llevábamos colgando de la cuerdecita que llevábamos todos
enganchada a la hombrera izquierda y que distinguía a cada compañía de la
Agrupación. En la UAL las llevábamos blancas, aunque a aquellas alturas eran de
un gris ceniza oscuro.
Íbamos
alucinando, parecía que hubiésemos pasado fuera mil años. M-40 abajo, a toda
leche y nosotros asomándonos a los ventanales del bus para verle las piernas a
ésta o aquella otra maciza, asombrándonos del traficazo, de los carteles de
publicidad, del ambiente y hasta de la cara de la gente.
¡Estábamos
en casa!
Companía Unidad de Apoyo Logístio (1993) |
Y
estábamos todos locos por salir a celebrarlo. Y aunque no querían, no les quedó
a los mandos más remedio que darnos suelta por los Madriles aquella noche.
Imaginen, soldados, solteros y con soldada en la bolsa, no les digo más.
Pero
éso sí a la mañana siguiente a las ocho en punto, estábamos todos allí presentes.
Había que entregar material y armamento y recibir las órdenes pertinentes pues
todavía pertenecíamos a la Agrupación y hasta el Acto de Disolución estábamos
todos a disposición de la Unidad.
Había
que preparar el recibimiento de los camaradas en Málaga. Su Majestad el Rey
vendría a recibirlos y allí deberíamos estar nosotros formados para abrazarlos
cuando desembarcasen. Luego habría un vino en el Campamento Benítez y cada cual
después, tomaría el rumbo que la vida le deparase. Pero a los camaradas les
faltaban todavía seis días para llegar, así que nos dieron unos días de
permiso.
Junto
a un amigo, después de las despedidas y los hasta prontos de rigor
con los camaradas gallegos, madrileños o catalanes que se marchaba
cada cual a casa, me fui a la estación de Atocha, donde salía un tren hasta
Málaga. No teníamos ropa de civil y a ninguno se nos había ocurrido comprarla,
vestíamos el uniforme mimetizado, uno limpio y nuevo que nos habían dado en el
cuartel de Madrid, con los parches de brazo de las Naciones Unidas y la boina
azul.
Hasta
aquel momento aquello de ser un casco azul, soldado de la ONU, representando a
mi patria era algo que estaba ahí, pero que nos provocaba más risa que otra
cosa cuando lo comentábamos entre nosotros, reacios a darnos más importancia
de la que teníamos. Yo solamente sentía que había cumplido mi obligación y mi
deber como soldado y que había vivido una experiencia enriquecedora, especial y
que recordaría para siempre. Una aventura donde se mezclaron la risa más
estruendosa con las lágrimas más amargas, el miedo y la rabia, el compañerismo,
la nostalgia por la patria. Una experiencia que dejó en mí su huella, como las
que vendrían después, aunque por dentro sé, que ninguna como aquella.
En los
andenes de la estación de Atocha, mientras esperábamos el tren, la gente nos
miraba y cuchicheaba cosas entre sí. Las chicas se reían, los tíos nos miraban
curiosos y entre todas las miradas había una general y unánime. Era una mirada
de orgullo la que veías en los ojos de la gente. Primero sorpresa, luego
curiosidad y después aquel destello de admiración y de hermandad. Aquellos ojos
de los compatriotas que te miraban, sonreían y te hacían sentir que el
esfuerzo, el sacrificio y todo lo demás, había merecido la pena.
Cuando
subimos al vagón ya estaba casi lleno de gente, era septiembre y había mucho
movimiento de viajeros. Al entrar el compañero y yo, uno tras otro
por el estrecho pasillo, un abuelete nos miró y nos preguntó:
-
¿Vosotros sois de ésos que salen en la tele… Los que están en Bosnia?
- Sí
señor, los mismos…
Y el
abuelete se levantó y abrazó a mi amigo con lágrimas en los ojos, luego a mí
contagiándome las lágrimas emocionadas, mientras decía a voces que olé nuestros
cojones y que viva España y la madre que nos parió.
Entonces
el resto de pasajeros del vagón irrumpió en un aplauso salpicado con voces de
“bravo y olés”. Algunos nos daban la mano mientras intentábamos alcanzar mi
amigo y yo, rojos como tomates de Almería, nuestros correspondientes asientos.
Y
aquel día cuando ya había acabado todo, cuando ya estábamos de regreso, fue el
día que más orgulloso me sentí por llevar aquella bonita boina azul marino con
el emblema de las Naciones Unidas encima de la cabeza y de haber dado, hacía ya
tantos meses aquel paso al frente cuando el capitán había preguntado en la
formación de la mañana que quién quería ir a Bosnia.
Aquel
día en aquel tren mis compatriotas me hicieron sentir el mejor soldado del
mundo. Me hicieron sentir el orgullo de ser un soldado español que regresaba a
casa y se encontraba el abrazo cálido y el beso amoroso de una vieja madre que
a su hijo aprieta en su regazo.
© A.
Villegas Glez.
Autor de "HIERRO Y PLOMO. Cuentos de los Tercios Viejos"
Bloguero autor de "http://enorancienlanzas.blogspot.com.es/"
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